Hace un año el día estaba igual de gris que el de esta mañana, la lluvia, una vez más, vuelve a ser diurna compañera. El cielo es el mismo, mi ubicación distinta y sentimientos contradictorios y reflexivos.
Hace un año, la tristeza era visible: mi padre y yo llevábamos días cuidando de una ancianita con demencia en los que eran los últimos momentos de su vida. Una vez más, la familia vino como el mejor de los refuerzos en una batalla sin armas ni victoria.
Esos días fueron muy especiales para mi, a pesar de las circunstancias, ya que fue la primera vez que podía ayudar en aquello que sobrepasa...
Mi abuela y yo nunca tuvimos una estrecha relación, nos queríamos, por que somos familia, pero no había un vínculo estrecho. Cuando su demencia empezó a dar la cara, yo ya lo di por perdido: si en plena consciencia no se pudo, ahora menos todavía...
Pero la vida va y te sorprende: la señora elegante y educada, enjoyada y bien peinada se convirtió en una anciana y delgada mujer de pelo blanco, finas manos y sonrisa desdentada. En su cabeza bailaban miles de historias inconexas ansiosas por salir al mismo tiempo, algo que hacía de mi abuela una charlatana mujer de balbuceos, risas y monosílabos.
Tan curiosa y alocada estaba su cabeza que un día consiguió mantener una conversación con un muchacho francés, sin saber una palabra de esta lengua, y nosotros a carcajada limpia.
Pero qué curiosa la vida, que la mujer educada y escasa en gestos cariñosos se convirtió en la mejor y más rápida tiradora de besos en los carrillos.
La abuelita perdía fuerzas y con ello las ganas de comer y beber. Las noches en la residencia iban por tandas: al principio con mi padre, otros días con mi prima. Cuando me tocaba guardia no quería separarme de ella, ya que tenía la sensación de que si notaba mi mano la abuela dormía más tranquila. De vez en cuando le mojaba los labios con una gasa empapada en agua... un gesto siempre agradecido con un quejido acabado en suspiro. En esos momentos me venía a la mente una frase: "si lo hacéis por cualquiera de estos, mis hermanos...".
Todavía tengo el recuerdo de su olor talcado y el tacto de sus finas manos; en mi mente memorizo sus besos acelerados y su risa revolucionada.
Y llegó el final, el de su agonía. Dejar de respirar fue dejar de sufrir, y todos descargamos lágrimas de alivio y tristeza... qué se fuera rápido y en paz, era lo único que pedíamos. Y así se marchó, como una gran señora, sin hacer apenas ruido.
Qué cosas tiene la vida, que puedas ayudar a las personas en el fin de sus días. No podíamos alargar nada, pero creo que mi abuela a día de hoy nos da las gracias por borrar de sus últimos momentos la palabra soledad.
Y aquí estoy ahora, un año después, cumpliendo una misión completamente distinta. Hace un año ayudaba en el fin, este año acompaño a dos pequeñas gemelas en lo que es el comienzo de sus apasionantes vidas. El ciclo de la vida nunca para... y qué cosas tiene, que donde hay un final siempre podremos encontrar un nuevo principio.
PD: para mi abuela, su hijo, el mejor de los padres, y toda la familia Zarco Montoya. Por que la distancia no es barrera para querer y recordar.
Estoy acostumbrada a acompañar mis paseos con música para hacerlos más amenos, y aunque hoy también llevo casco y grabadora, no he tenido necesidad de usarlos.
Día precioso en Dublín: un poco de viento, frío y sol. Me pongo una vez más la mochila al hombro, me cargo de provisiones y me pongo a andar dirección a la playa. A una madrileña como yo siempre le extrañará tener una playa a tiro de piedra, ya que la mayor acumulación de agua más cercana en Madrid es nuestro querido y escaso Manzanares.
El paseo está lleno de actividad: personas caminando, runners, perros runners, ciclistas, niños runners que acaban en el suelo... un camino relajante en el que la naturaleza una vez más me atrapa y cautiva. El agua aún no cubre la playa, por lo que la gente aprovecha para andar por la arena. No puedo evitar observarles, y es que muchas veces las personas que me encuentro me aportan algo solo con su presencia, paralela a la mía: una pareja bromeando mientras se besan, un matrimonio mayor paseando de la mano con garrota y muleta, un perro desobediente asfixiado por perseguir a una gaviota juguetona, un padre con gorrilla y abrigo irish cogiendo en brazos a su hijo, con la misma vestimenta que su padre, tres mujeres rondando los setenta u ochenta charlando animadamente con un termo de café, un hombre pescando...
Ahora estoy sentada en un banco, recién almorzada, escuchando las pequeñas olas que chocan en el puerto de Dublín. El sol me da el calor y la luz que necesito para escribir todo lo que aquí estoy contando. Hace nada ha pasado un labrador color negro a saludarme, su dueño me ha saludado también. El viento a veces es un tanto violento, aunque me permite que las páginas de mi cuaderno no echen a volar. La gente sigue caminando hacia el faro y yo sigo apreciando el paisaje. Me he vuelto a sentar en una piedra a buscar mi paz interior, he vuelto a dar gracias y a pedir perdón...
Ha sido otro paseo más, pero con gente y circunstancias distintas. Yo quería aislarme del mundo y de la gente. Razón por la que muchas veces me pongo la música a todo volumen... pero qué casualidad que el propio mundo que me rodeaba en ese preciso instante se había convertido, sin yo pretenderlo, en mi mejor banda sonora.
Esta pequeña
aventura comenzó con una cancelación… un evento al que pretendía acudir que
finalmente no tuvo lugar, me hizo desandar lo andado para volver cabizbaja a
casa. Algo llamó mi atención antes de salir de aquel recinto: un farolillo de
colores alumbraba la entrada a un establo: una especie de cueva con paja en el
suelo y figuras de mármol con forma de mula y de buey. La curiosidad me venció una vez más y me
asomé… fue tal la sorpresa que no pude evitar quedarme una hora sentada entre
la paja, pensando en todo lo vivido y lo que me gustaría vivir. Pensando en la
gente que abrazaría y besaría, la cantidad de risas acumuladas en mi estómago,
entremezcladas con comida de marca España. En definitiva: pensando en unas
vacaciones muy especiales.
Despegué los
pies del suelo antes de tiempo. Mi compañera-amiga-hermana de aventuras y yo
nos metimos sigilosamente en un avión rumbo a Madrid, del que nadie era
consciente. Mientras todos preparaban nuestra llegada nosotras ya andábamos por
suelo madrileño.
En el
aeropuerto cada una se fue por su lado a cumplir una misión: la de ser la mejor
sorpresa navideña. Con la maleta hinchada de regalos e ilusión llegué a Nuevos
Ministerios. Llamé a una puerta preguntando por Don Luis Miguel y
me adentré como un animalillo en las oficinas de donde trabajaba mi padre.
Intenté abrir la puerta de su despacho y me la encontré cerrada. Y ese fue el
primer impacto. - Ya aparecerá…- pensé para mis adentros.
Casualidades
de la vida que me acabo encontrando con su jefe, y entre los dos planeamos una posible entrada
triunfal. Y así fue: al abrir la puerta y con las gafas de cerca, mi padre
intuyó que era su hija más por mi voz que por la vista, algo que no impidió
fundirnos en un enorme abrazo paterno-filial.
Y así es como mi memoria añadió un nuevo recuerdo imborrable a mi disco
duro.
Charlas con
mi padre, botellines de Mahou, risas y más risas, croquetas, tortilla, mi
hermano y amigo Álvaro con nosotros… un regalo de los grandes. El Luismi y yo
nos volvimos a casa en mi añorado Cercanías y planificamos la segunda parte de
la sorpresa. Esta vez, me convertiría en un póster tamaño real que casualmente
mi padre olvidaría en el pasillo del ascensor. Una vez dentro, mi padre
advirtió de que se lo había dejado fuera por si algún alma caritativa
podía recogerlo: una personita loca y adorable abrió la puerta y se encontró
que en lugar de un póster, estaba su hermana esperándola. Creo que ha sido la
vez que más me ha gustado que me dijeran entre sollozos: “Eres una P…”. Después
de esto, vino mi madre: esa mujer que me dio la vida de la que aún estoy
dudando si gritó por que la asusté o porque la sorprendí. Luego me dio un
abrazo de los suyos y comprobé que la sorpresa fue mayúscula. Y ese fue el
segundo impacto, para que luego digan que las segundas partes no son buenas.
Una comida en
familia, unas risas a la española, un perro adorable al que abrazar, una
hermana a la que acompañar al médico, un novio de hermana que grite desde el
coche a pleno pulmón: “¡mi cuñada ha vuelto de Irlanda, fiesta en mi casa a las
9!” Un dolor de tripa inesperado y un agotamiento que me hizo acabar bajo la
manta, en mi sofá, hablando con mi abuela.
Ya con mi pijama de pelo, me senté de nuevo a la mesa para compartir de
nuevo otra comida “made in Spain”. Y así
disfruté de uno de los días más especiales del año. Qué bonito es volver a
casa.
Una nochebuena
casera, con la familia más cercana y genuina. Una celebración nocturna cargada
de emoción, alegría y de muchos reencuentros agradables. Una comida de Navidad
con el párroco más alto y cómico de la Diócesis de Getafe y un día de los de
mantita, pelis de Disney en Cuatro y juegos reunidos nocturnos. Puede parecer
un día de Navidad aburrido, pero en ese momento no imaginaba otro día mejor.
Aunque
parezca perezosa, el tiempo no te permite parar, y cuando quieres ver a tus
amigos siempre falta espacio en el día para verlos a todos. Pero sabes quién
está deseando abrazarte y exprimir cada momento contigo. Muchos recuerdos en mi
mente han dejado huella: una casa rural en manga corta en pleno diciembre,
caminatas entre toros y vacas, conversaciones entre vodkas y rones, risas y más
risas… días de desconexión para conectar con tu familia escogida, aunque eché
de menos caras más que conocidas.
Y seguimos
con la lista de recuerdos: cena con pizza, trivial y revancha, paseos en moto,
en concreto dos: ambos fueron agradables, uno más sorprendente que el otro. ¿El
punto en común? Que de sendos moteros me sentía orgullosa de ser su paquete.
El año 2016
tocaba a su fin, y qué mejor manera que celebrarlo en casita, una vez más con mi
pijama de pelo y con las tradicionales 12 uvas y Anne Igartiburu en la pantalla,
preparada para despedir el 2016. Empecé
el 2017 con mi pie derecho y con la boca llena de zumo de uva, sin embargo, lo
mejor fue poder abrazar a mi familia una vez más, y compartir con ellos una
vida nueva a consecuencia de un nuevo año.
Esta vez la
ceremonia de “engalanamiento” para la nochevieja era distinta a las demás,
porque la noche sería compartida en mismo espacio y tiempo por las hermanas
Zarco, un acontecimiento del que no podía estar más contenta. Risas, saltos,
tacones altos, fotos distorsionadas, miradas familiares y bailes inusuales con
gente de toda la vida… en definitiva, momentos que te recuerdan cuánto de viva
estás.
1 de enero,
que pronto será 2 de febrero y 3 de marzo… el tiempo corre pero seguimos
bailando, esta vez en zapatillas de estar por casa. Día de pijama, de concierto
de año nuevo con Gustavo Dudamel y comida pesada en cuerpos ligeros y
dispuestos a disfrutar del sofá y la resaca, aderezada con vasos de leche.
Y nos preparamos
para la llegada de la magia. Los camellos listos y las barbas arregladas que
este año vino para mí el mejor de todos los Reyes Magos que he conocido: un Rey
Gaspar muy familiar y entrañable nos obsequió con su presencia por segundo año
consecutivo en la Catedral de Getafe. Una mezcla de respeto, admiración y
cariño se cocía a fuego lento entre los pequeños y no tan pequeños. La cena de
pre-reyes cumplimos con la tradición y cenamos chocolate con roscón, con risas
por saber quién descubriría la sorpresa. Sabía que no tendría mucho espacio en
la maleta, pero el osito rosa de porcelana entró perfectamente en uno de mis
bolsillos…
Son muchos
los detalles que mantengo en la memoria: la gran sorpresa, los insultos
cariñosos, los momentos de oración, de coger manos en momentos inesperados, de dar
abrazos con huella, de reír hasta las lágrimas, de llorar hasta las carcajadas,
de bailar alocada o de dormir plácidamente haciendo de nuevo de “manita
mágica”, de dedicatorias tales como: para mi mejor regalo de reyes, de besos
inesperados, de miradas de orgullo y cariño.
Y de nuevo
vuelvo a mi cancelación: sentada entre paja observando la escena de un niño en
un pesebre con su madre, padre, pastores, ovejas y reyes… la imagen es familiar, en ocasiones incluso se
podría decir la palabra “comercial”. En ese momento no sabía cómo iban a ser
mis vacaciones, ni qué sorpresas o decepciones me llevaría, pero tuve la
necesidad de dar gracias anticipadamente. De la forma más humilde posible
reflexionaba en voz alta, con flashbacks y flashforwards constantes en mi
cabeza, en lo que está siendo mi vida y en lo que será. Llegué a la conclusión
de que era y soy una persona afortunada, no tenía miedo a lo desconocido, no me
sentía abandonada a mi suerte… y es que en ese sencillo momento, sola sentada
entre paja, me sentía más acompañada que nunca.
Neumáticos, cascos, luces, manillares, cámara y acción. Salir de tu zona de confort no es fácil, pero tampoco lo más complicado del mundo. ¿Lo peor? superar los miedos: esas pequeñas cicatrices que tenemos en cuerpo y alma que nos impiden vivir plenamente.
Hay heridas más recientes, problemas más duros que otros... pero todo se resuelve siendo un poquito valiente, curioso y loco (la misma dosis para cada uno).
Uno de mis miedos era la bicicleta: ese sencillo transporte tan común en mi ciudad de acogida que puede resultar tan útil como un BMW o un Mercedes.
Sin embargo, le tenía mucho miedo... Tanto era así que mi hermana de distinta madre hizo conmigo una tabla para discernir en si bici si o bici no.
Finalmente salió el sí, solo faltaba comprarla; otra aventura nueva que al final salió redonda, nunca mejor dicho.
Mi compañera de fatigas se llama Radar: es blanca y azul (más escocesa que irlandesa) y tiene los frenos al revés.
La primera vez que la probé antes de comprarla tuve la sensación de que era para mí (seguramente porque el sillín estaba a la altura perfecta). Una vez comprada me vino un pánico enorme ¿Y si al final no soy capaz? ¿Y si tengo un accidente? ¿Y si me la roba un ladrón o la abduce un UFO? Ya sabéis... yo y mi miedos absurdos.
Me compré un casco para prevenir accidentes. Para esta compra decidí priorizar la seguridad y la relación con su precio: un casco negro de skater que me recuerda que no estamos aquí para seducir, estamos para lo que estamos: estudiar, desplazarnos y disfrutar.
El primer trayecto fue el más duro: buses de dos pisos, taxis con ganas de roce y perreo, cuestas infernales, semáforos interminables... un popurrí de obstáculos reflejados en mi cara de susto ante tanto peligro. Pero estaba decidida: esto tenía que funcionar, lo tenía que conseguir.
Poco a poco fui cogiendo más confianza, sin perder la atención al tráfico y a la ruta. Poco a poco empezaba a sentirme bien sobre la bici.
Para muchos puede parecer una tontería, sin embargo, para mi era como una pequeña prueba personal: hace ya unos años, debido a mi inexperiencia, me caí de la bici en una pequeña carretera de Portugal. Se podría decir que ese día comí asfalto... aunque el pollo también estuvo bueno. Desde ese día le cogí pánico a este vehículo.
Estamos a 9 de Diciembre y Radar, mi bicicleta, sabe que esta tarde toca ruta. Ahora en Irlanda los impedimentos para montar en bici son el frío, la lluvia y las pocas horas de luz, pero esto se soluciona con un buen abrigo, chubasquero y luces intermitentes.
Siempre le tendré respeto a la bici y a todo lo que suponga montarte en un vehículo, incluso con el carrito de bebé. Aunque ahora ya no hay miedo en mi expresión, sino asombro, orgullo y felicidad.
Uno de mis momentos favoritos del día, o la noche, es cuando me subo en la bici de vuelta a casa.
La sensación me hace pensar: si pudierais verme ahora, además de haceros mucha gracia con mi casco de hormiga atómica, podríais comprobar que los miedos se fueron. Podríais verme sonreír y disfrutar del paseo. A veces en mi calle miro al cielo y lo veo despejado (sí, es posible en Irlanda) con las estrellas perfectamente visibles e identificables. Como aún sigo en movimiento, la sensación es que el cielo te envuelve... esta imagen me recuerda que llego a casa.
Cuando dejo la bici en el jardín le doy unos golpecitos al sillín y le digo: gracias amiga. No estoy loca, sé que no tiene vida propia, pero Radar se ha convertido en mi primer gran instrumento para quitarme miedos y darme seguridad... mi primera gran bicicleta en la que voy feliz y con decisión hacia donde mis ideas me guíen.
“Te propongo
algo", me dijiste un día. Esa propuesta indecente llevaba consigo mucha
información: una necesidad de escapar de la rutina, del agobio, de la gente, de
las experiencias amargas. Los viajes siempre han sido nuestra forma de crecer,
nuestra droga constructiva… pero este no fue un viaje cualquiera, fue un
proyecto a correprisa lleno de ilusión y austeridad de lujos comerciales, pero
muy rico en conversaciones de las buenas, en risas con ganas y en paisajes
terapéuticos.
Con
cancelaciones hosteleras y cambios de transporte, dos españolas periodistas y
con ganas de perder el norte, nos dirigimos hacia esa misma dirección buscando
el último trozo posible de tierra irlandesa.
El viaje de
ida estuvo lleno de conversaciones ligeras, otras más pesadas y duras de
hablar, de muchas risas y buenos paisajes. También los silencios y la buena
música fueron protagonistas de nuestra pequeña aventura.
Además de
esto, hay que añadir mi primer enfrentamiento con mi lado izquierdo del
cerebro, la carretera y un coche disléxico con un volante en el que normalmente
se sienta el copiloto. Entre unas cosas y otras, los retos del viaje nos daban
más ganas de seguir, de pensar menos y disfrutar más.
El verde
paisaje irlandés siempre nuestro acompañante, además de playas inmensas
cercanas ya a nuestro alojamiento. En un pueblo perdido del norte de Irlanda tuvimos
el ojo clínico de reservar en un hostal en el que una habitación de doce
literas se convertiría en nuestra suite privada. Menos mal que no coincidió
Halloween con estas fechas, porque la noche habría sido digna de un capítulo de
American Horror Story.
Fuimos a
comer a un restaurante vintage de ese pueblo perdido. Una comida que aquí la
llaman desayuno: salchichas, huevos fritos, bacon, patatas, judías… una delicia
para vista y paladar. Ya con el estómago lleno, cogimos previsiones para la
tarde/noche y nos fuimos a la caza de buenas vistas, de atardeceres en el lugar
más al norte de Irlanda.
Con un termo
lleno de café, unas galletas y la cena en el maletero, cogimos "carreterilla" y
manta. Hay que recordar que por esta tierra el paisaje es tan inmenso como
estrechas son las rutas… eso que dicen que las mejores esencias se guardan en
frascos pequeños, también es aplicable a la estrechez del asfalto.
Lo bueno del
camino es que no había camino, había destino pero la forma de llegar a él sería
tan imprevisible como nosotras. Lo bueno de disponer de coche es que las
paradas las pones tú, el tiempo juega a tu favor…
Lagos
inmensos, el otoño en el campo, la caída del sol y la salida de una superluna
en el destino final: Malin Head, el cabo norte de Irlanda, un lugar alto con
ruinas en las que una vez más el paisaje nos hizo estallar de alegría. A pesar
del viento, de que se hacía de noche más rápido de lo que nos hubiera gustado,
nuestro termo fiel, los guantes y la bufanda nos hicieron corroborar que habíamos
elegido bien: que los planes locos nos hacen ver que somos dos locas de la vida con ganas de vivir a su antojo, de comernos el mundo a cucharadas
dulces, de conquistar con nuestra cámara territorios nunca conquistados con cariño
y admiración.
Allí
estábamos: dos mujeres azotadas por el viento norteño, emocionadas por un
momento único. Un abrazo de hermanas de diferente madre, unas lágrimas de
rabia, otras de nostalgia y de amor por la naturaleza fueron adornos
imprescindibles para ese atardecer.
La noche
llegó y con ello el hambre de humus, fajitas y jamón. Pero esto no nos sació,
decidimos irnos de caza… las auroras boreales fueron nuestra excusa, nuestro
sueño idealizado; por eso decidimos un nuevo destino donde cenar y esperar esas
luces del norte.
No
aparecieron, pero no importó. Un nuevo momento de risas en el coche, al calor
de la luz interna, nuestro fiel termo, y nuestra deliciosa cena sin necesidad
de mesa. Esos ratos son tan grandes que todo precio te parece poco para todo lo
que te aportan.
Ya en noche
cerrada volvimos a nuestra suite, en la que si queríamos podíamos dormir cada
hora en una cama, y nos pusimos a reír a carcajada limpia. Daba igual que nos
escucharan, nuestra habitación nuestras reglas...
A la mañana
siguiente, a ritmo de Izal y su música revolucionaria nos preparamos de nuevo,
desayunamos, rellenamos termo y nos pusimos en marcha. Pasamos la mañana en el Parque Nacional de Glenveagh. Dejamos que la lluvia nos empapara la cara, algo
que puede parecer molesto pero para nosotras era una forma de limpiar malos
pensamientos, de sentirnos vivas.
Tuvimos
nuestro momento de reflexión sentadas en piedras mirando al gran lago del parque. El silencio era imprescindible para acallar el ruido en nuestra cabeza,
porque siempre viene bien dejar de pensar y disfrutar del presente.
Llegamos al castillo buscando una sopa caliente con dos trozos de pan con
mantequilla. En un restaurante, que parecía la casa de "Tarta de
Fresa", nos tomamos un lunch calentito para continuar nuestro viaje de vuelta a
Dublín.
La vuelta
fue “AJETREADA”, dejémoslo así. Pero eso fue lo de menos al fin y al cabo. Ese
fin de semana se me grabó en la piel como un tatuaje. Una sensación de libertad
acompañada por una persona que sabe cómo dejar huella, cómo ayudarte a ser
mejor. Gracias amiga por proponerme este viaje, esta pequeña locura terapéutica
que siempre quedará enmarcada en la sección de los grandes recuerdos.
He de
confesar algo sin pretender hacer llorar a nadie. Los paisajes, las
conversaciones, las comidas, los hostales fantasma… todo fue único y genuino. Sin
embargo, el regalo más grande para mí fue ver a una amiga sonreír, llorar,
reír, soñar, gritar al viento… en resumen: verla sentir y disfrutar de hacerlo.
Gracias por
proponerme locuras, gracias por serte fiel, gracias por ser mi amiga y
confidente de tristezas y alegrías, reales e imaginarias.
“Que con tus pasos
marcas un nuevo rumbo en dirección a nuevas montañas que parecen menos altas
con cada palabra que nace en tu garganta pequeña gran revolución”
Hoy buscaba soledad. No me
considero para nada una persona asocial, pero si soy detallista con el silencio
y con la ausencia de gente a mi alrededor. Me gusta buscar momentos para mí y
mis circunstancias, los que me quieren lo saben bien. Una vez más, llené la
mochila de “porsiacasos” y me fui de nuevo en busca del verde.
Me encantan los viajes en tren,
cuanto más tiempo mejor. Si a eso le añadimos que el día vestía de un gris muy
húmedo, podría decir que estaba en mi cuadro ideal para un momento aventurero.
Esta vez puse rumbo sur hacia
Bray, un pueblo perteneciente al Condado de Wicklow. El viaje sobre raíles te
muestra a no mucha velocidad toda la costa, siempre con vistas al mar, el
cristal de mi ventanilla vaticinaba un paisaje de los que transmite y remueve por
dentro.
Al llegar no pude evitar
dirigirme hacia una playa de piedras, a cada cual más bonita que la anterior.
El rugir de las olas, la carencia de gente, mis ganas locas de pasear bajo la
lluvia han hecho de esta excursión por la playa la mejor de las que yo
recuerdo.
Llovía, pero no me importaba.
Seguramente el día no habría sido tan especial si hubiera sido soleado. Hoy
buscaba bosque: decidí hacer un poco de senderismo por Bray y subir hasta lo
alto de una gran cruz para ver qué tal se veía el mundo desde allí arriba. No
pude tomar una decisión más acertada…
Durante el ascenso el bosque me
iba cobijando de la lluvia que por momentos caía con mucha más intensidad. Yo
con mi chubasquero calado y mis botas impermeables, a pesar de la dificultad no
podía parar de sonreír. Una pequeña gran aventura para mi sola, llena de
caminos por tomar, de árboles en los que sentarte y viento al que escuchar
solemnemente.
Llegué a una gran explanada con
grandes árboles y decidí hacer un alto en el ascenso. Seguía sola, salvo por un
par de grupos que me encontré al inicio del sendero, el resto del camino fuimos
yo y mi chubasquero amarillo, que me seguía casi arrastrándose enganchado a mi
espalda.
Esa explanada me decía algo, me
invitaba a quedarme, me susurraba cosas… Sentí como una especie de recuerdo,
una conexión férrea con la naturaleza. Era María pero también Gaia, mi lado
natural salió a la luz y dejé que fuera ese instinto el que me impulsara a dar
cada paso.
Puede que en otro tiempo en lugar
de con gruesas botas anduviera descalza, que mi chubasquero amarillo fuese solo
una capa de lana, que en lugar de mi pelo corto tuviera una poblada melena
empapada por la lluvia… puede que en lugar de sentarme en los árboles me
subiera en ellos y en vez de pensar, durmiera plácidamente entre las ramas…
Seguía subiendo con una sonrisa
de oreja a oreja. Ya casi alcanzada la cima el viento imponente me hizo dar un
paso atrás. Abandoné el abrigo del bosque por la colina despejada con fuertes
ventoleras. Aun así seguí adelante, llegué hasta el pico más alto, colonizado
por una enorme cruz de piedra. En vez de evocar a mis ancestros recé por ellos,
di gracias por el camino de hoy, por los que ya he dado y por los que daré. El
viento seguía empujando mi cuerpo, sorprendido por tanta fuerza. A pesar de
ello me quedé un tiempo en esa cruz: las vistas desde allí daban a una mucho en
lo que pensar. Incluso las aves tenían dificultades para volar con tanta
fuerza, tanta majestuosidad natural comprimida en un pequeño trozo de tierra
verde… imposible de creer.
Al bajar, volví a quedarme en mi
santuario particular, cogí fuerzas comiendo algo y bajé por donde subí. O al
menos eso creo. Estaba totalmente calada, pero eso era lo de menos. Seguí
caminando paralela a las vías del tren y encontré un refugio con banco incluido
donde cambiarme de ropa y entrar en calor.
Un mar gris y embravecido estaba
frente a mí. Como una especie de hechizo me quedé sentada embobada por el
movimiento del agua. No entiendo muy bien por qué pero los paisajes abrumadores
siempre me recuerdan a los que ya no están. Quiero creer que ellos son partícipes
de su belleza y que, como yo en la cima de la montaña, tienen un lugar privilegiado
en el que disfrutar.
Hoy buscaba soledad y la
encontré, buscaba ser feliz y lo conseguí.
A las 5 de la mañana sonó mi despertador, una ducha impaciente, últimos preparativos, las botas puestas y mochila en la espalda. Al salir, un frío desconocido que indicaba un comienzo entre rocío y alguna que otra ardilla madrugadora.
Siempre con música en mis oídos y pasos rítmicos en mis pies, aproveché la soledad de la noche para cantar sin vergüenza y reír ante la nueva aventura. Tras mis pasos dejaba el amanecer, que tímido iba dando los buenos días a la ciudad de Dublín. Y qué mejor estampa que el sol a través del río Liffey y sus puentes…
Poco a poco, la buena gente española nos fuimos reuniendo para embarcarnos en la que sería mi primera gran aventura por tierras irlandesas. Cogimos un rent a car y convertimos las salidas y paradas en retos de españoles conductores por un lado al que no estaban para nada acostumbrados. Y es que conducir por la izquierda es todo un desafío para el cerebro, pero está visto que el ser humano se hace a todo, y conseguimos llegar a nuestro destino sanos y salvos.
Con cambios de emisora cada dos por tres, era más fácil sintonizar con el paisaje que con la música. Eso no nos impidió reír, cantar y acordarnos de la buena gente que corta carreteras así porque si… simplemente para complicar al personal turístico.
Finalmente llegamos a nuestro destino: Killarney, el principio del anillo y de nuestro viaje, un pueblo con encanto natural, por su grandioso parque nacional, y con ambiente festivo, por sus fines de semana luminosos llenos de música y bailes.
Al llegar nos acomodamos en nuestro hostel, reposamos un poco y salimos en busca de comida como animales hambrientos. Cogimos de nuevo el coche y nos sumergimos en el paisaje del Parque Nacional de Killarney.
Ladies View
Con unas carreteras que a más de uno le provocarían micro infartos, incluyendo los enormes autobuses en sentido contrario, el parque poseía un encanto abismal: a cada curva la naturaleza mostraba sus mejores galas, con lagos inmensos, verdes bosques y rocas abrillantadas por la lluvia. Nuestro objetivo prioritario en ese momento era buscar un lugar donde comer a gusto nuestro picnic hispano-irlandés. Al final lo encontramos en Ladies View, un punto con buenas vistas y piedras cómodas para sentarse y comer: mirando a la nada pensando en todo…
El parque era demasiado grande para una tarde, por lo que decidimos dosificar los lugares de mayor interés: vimos cascadas como las de Torc, y tras la vista de las señoritas nos buscamos nuestros propios parajes. Con susto de coche incluido, regresamos al hostel a descansar y coger fuerzas para la noche, que nunca habríamos apostado que fuera como realmente fue.
Carretera del anillo de Kerry
Cenamos en un burguer y nos dispusimos para la tanda de cervezas. Buscábamos camuflarnos con el ambiente, y qué mejor forma que ir a un bar donde bailen y canten al más puro estilo irlandés… Al final la noche se movió entre Guinness, zapateos, gritos salvajes, saltos, acordeones y banjos. Momentos con denominación de origen. Supimos pasar con elegancia y sutileza de lo más tradicional a la música más actual: con un cantante que lo dio todo, acompañado en muchas ocasiones por su gran amigo y bailarín con síndrome de down. Instantes que solo por contemplarlos una se siente afortunada. No alargamos la noche en exceso, que mañana tocaba ruta, y de las que marcan…
Comienza la ruta del anillo: pasamos por la misma carretera que el día anterior, y una vez pasada Ladies View, nos dejamos llevar por lo desconocido. Nuestra primera parada: Kenmare, el pueblo que nos mostró que la elegancia y el cuidado de las fachadas en Irlanda es algo general y prioritario. Casas de colores, bares de madera oscura… siempre a juego con el paisaje.
La ruta estaba más que marcada, pueblo por pueblo, vista por vista. A pesar de eso, era el propio paisaje el que te indicaba cuándo parar y por cuánto tiempo. Según lo grandioso del paisaje así nos quedábamos veinte minutos o cuarenta, aunque muchas de estas vistas invitaban a quedarte allí toda la vida.
Pasamos Sneem, y continuamos hasta Caherdaniel donde nos esperaba la magnífica playa de Derryname. Quedamos tan impresionados, que la parada fue una mayoría absoluta silenciosa. Esa playa no dejó letras en la arena pero si pisadas, saltos y risas de españoles llenos de vida y ganas de seguir descubriendo regalos en forma de vistas.
Llegamos a Waterville, pueblo conocido por haber acogido al gran Charles Chaplin durante sus vacaciones de verano. No tenía mal gusto nuestro amigo, aquel que dijo que un día sin risa es un día perdido. No pudimos evitar corroborar su pensamiento:
Comimos en Waterville. Nos llenamos el estómago con sándwiches de lujo y sopas típicas de estas tierras y continuamos nuestro anillo con dirección a Cahersiveen y la Playa de Kells. Disfrutamos una vez más de un mar salvaje y un viento agitador de cuerpos y pensamientos.
Puck King
Pasamos por Glenbeigh y acabamos nuestro anillo con Killorglin y, como no podía ser de otra manera, visitando al Puck King (rey cabra). Cuenta la leyenda que durante la invasión de los ingleses de manos de Oliver Cromwell, las cabras corrían asustadas hacia las montañas tras el paso del enemigo. Todas menos una, que se dirigió al pueblo de Killorglin. Cuando los habitantes vieron a la cabra inquieta intuyeron que algo no iba bien. Gracias a esa cabra se anticiparon para la batalla y consiguieron salvarse. Por ello, todos los años se realiza el Puck Fair: un festival en el que se corona a una cabra como rey.
Nuestro amigo puso el punto y final a un anillo que dejó muchas imágenes grabadas en la retina, cámaras y móviles. Aunque he de admitir que mucho de lo aquí contado se me grabó directamente en el corazón. En cada parada tenía un pensamiento, precisaba de un rato a solas con la naturaleza… mi cabeza daba vueltas como un molino de agua y pensaba: ¿Quién en cada momento? Como una especie de acertijo personal compartido por dos personas muy complicadas a la par que simples. En una playa faltaba una madre, en un acantilado un padre, en una cascada una hermana, en un merendero mirando al mar un amigo… fui como dejando migas de pan a través del anillo, confiando en que Irlanda deje tanta huella en mi como yo en este mágico país.