“Te propongo
algo", me dijiste un día. Esa propuesta indecente llevaba consigo mucha
información: una necesidad de escapar de la rutina, del agobio, de la gente, de
las experiencias amargas. Los viajes siempre han sido nuestra forma de crecer,
nuestra droga constructiva… pero este no fue un viaje cualquiera, fue un
proyecto a correprisa lleno de ilusión y austeridad de lujos comerciales, pero
muy rico en conversaciones de las buenas, en risas con ganas y en paisajes
terapéuticos.
Con
cancelaciones hosteleras y cambios de transporte, dos españolas periodistas y
con ganas de perder el norte, nos dirigimos hacia esa misma dirección buscando
el último trozo posible de tierra irlandesa.
El viaje de
ida estuvo lleno de conversaciones ligeras, otras más pesadas y duras de
hablar, de muchas risas y buenos paisajes. También los silencios y la buena
música fueron protagonistas de nuestra pequeña aventura.
Además de
esto, hay que añadir mi primer enfrentamiento con mi lado izquierdo del
cerebro, la carretera y un coche disléxico con un volante en el que normalmente
se sienta el copiloto. Entre unas cosas y otras, los retos del viaje nos daban
más ganas de seguir, de pensar menos y disfrutar más.
El verde
paisaje irlandés siempre nuestro acompañante, además de playas inmensas
cercanas ya a nuestro alojamiento. En un pueblo perdido del norte de Irlanda tuvimos
el ojo clínico de reservar en un hostal en el que una habitación de doce
literas se convertiría en nuestra suite privada. Menos mal que no coincidió
Halloween con estas fechas, porque la noche habría sido digna de un capítulo de
American Horror Story.
Fuimos a
comer a un restaurante vintage de ese pueblo perdido. Una comida que aquí la
llaman desayuno: salchichas, huevos fritos, bacon, patatas, judías… una delicia
para vista y paladar. Ya con el estómago lleno, cogimos previsiones para la
tarde/noche y nos fuimos a la caza de buenas vistas, de atardeceres en el lugar
más al norte de Irlanda.
Con un termo
lleno de café, unas galletas y la cena en el maletero, cogimos "carreterilla" y
manta. Hay que recordar que por esta tierra el paisaje es tan inmenso como
estrechas son las rutas… eso que dicen que las mejores esencias se guardan en
frascos pequeños, también es aplicable a la estrechez del asfalto.
Lo bueno del
camino es que no había camino, había destino pero la forma de llegar a él sería
tan imprevisible como nosotras. Lo bueno de disponer de coche es que las
paradas las pones tú, el tiempo juega a tu favor…
Lagos
inmensos, el otoño en el campo, la caída del sol y la salida de una superluna
en el destino final: Malin Head, el cabo norte de Irlanda, un lugar alto con
ruinas en las que una vez más el paisaje nos hizo estallar de alegría. A pesar
del viento, de que se hacía de noche más rápido de lo que nos hubiera gustado,
nuestro termo fiel, los guantes y la bufanda nos hicieron corroborar que habíamos
elegido bien: que los planes locos nos hacen ver que somos dos locas de la vida con ganas de vivir a su antojo, de comernos el mundo a cucharadas
dulces, de conquistar con nuestra cámara territorios nunca conquistados con cariño
y admiración.
Allí
estábamos: dos mujeres azotadas por el viento norteño, emocionadas por un
momento único. Un abrazo de hermanas de diferente madre, unas lágrimas de
rabia, otras de nostalgia y de amor por la naturaleza fueron adornos
imprescindibles para ese atardecer.
La noche
llegó y con ello el hambre de humus, fajitas y jamón. Pero esto no nos sació,
decidimos irnos de caza… las auroras boreales fueron nuestra excusa, nuestro
sueño idealizado; por eso decidimos un nuevo destino donde cenar y esperar esas
luces del norte.
No
aparecieron, pero no importó. Un nuevo momento de risas en el coche, al calor
de la luz interna, nuestro fiel termo, y nuestra deliciosa cena sin necesidad
de mesa. Esos ratos son tan grandes que todo precio te parece poco para todo lo
que te aportan.
Ya en noche
cerrada volvimos a nuestra suite, en la que si queríamos podíamos dormir cada
hora en una cama, y nos pusimos a reír a carcajada limpia. Daba igual que nos
escucharan, nuestra habitación nuestras reglas...
A la mañana
siguiente, a ritmo de Izal y su música revolucionaria nos preparamos de nuevo,
desayunamos, rellenamos termo y nos pusimos en marcha. Pasamos la mañana en el Parque Nacional de Glenveagh. Dejamos que la lluvia nos empapara la cara, algo
que puede parecer molesto pero para nosotras era una forma de limpiar malos
pensamientos, de sentirnos vivas.
Tuvimos
nuestro momento de reflexión sentadas en piedras mirando al gran lago del parque. El silencio era imprescindible para acallar el ruido en nuestra cabeza,
porque siempre viene bien dejar de pensar y disfrutar del presente.
Llegamos al castillo buscando una sopa caliente con dos trozos de pan con
mantequilla. En un restaurante, que parecía la casa de "Tarta de
Fresa", nos tomamos un lunch calentito para continuar nuestro viaje de vuelta a
Dublín.
La vuelta
fue “AJETREADA”, dejémoslo así. Pero eso fue lo de menos al fin y al cabo. Ese
fin de semana se me grabó en la piel como un tatuaje. Una sensación de libertad
acompañada por una persona que sabe cómo dejar huella, cómo ayudarte a ser
mejor. Gracias amiga por proponerme este viaje, esta pequeña locura terapéutica
que siempre quedará enmarcada en la sección de los grandes recuerdos.
He de
confesar algo sin pretender hacer llorar a nadie. Los paisajes, las
conversaciones, las comidas, los hostales fantasma… todo fue único y genuino. Sin
embargo, el regalo más grande para mí fue ver a una amiga sonreír, llorar,
reír, soñar, gritar al viento… en resumen: verla sentir y disfrutar de hacerlo.
Gracias por
proponerme locuras, gracias por serte fiel, gracias por ser mi amiga y
confidente de tristezas y alegrías, reales e imaginarias.
“Que con tus pasos
marcas un nuevo rumbo en dirección a nuevas montañas que parecen menos altas
con cada palabra que nace en tu garganta pequeña gran revolución”