Hace un año el día estaba igual de gris que el de esta mañana, la lluvia, una vez más, vuelve a ser diurna compañera. El cielo es el mismo, mi ubicación distinta y sentimientos contradictorios y reflexivos.
Hace un año, la tristeza era visible: mi padre y yo llevábamos días cuidando de una ancianita con demencia en los que eran los últimos momentos de su vida. Una vez más, la familia vino como el mejor de los refuerzos en una batalla sin armas ni victoria.
Esos días fueron muy especiales para mi, a pesar de las circunstancias, ya que fue la primera vez que podía ayudar en aquello que sobrepasa...
Mi abuela y yo nunca tuvimos una estrecha relación, nos queríamos, por que somos familia, pero no había un vínculo estrecho. Cuando su demencia empezó a dar la cara, yo ya lo di por perdido: si en plena consciencia no se pudo, ahora menos todavía...
Pero la vida va y te sorprende: la señora elegante y educada, enjoyada y bien peinada se convirtió en una anciana y delgada mujer de pelo blanco, finas manos y sonrisa desdentada. En su cabeza bailaban miles de historias inconexas ansiosas por salir al mismo tiempo, algo que hacía de mi abuela una charlatana mujer de balbuceos, risas y monosílabos.
Tan curiosa y alocada estaba su cabeza que un día consiguió mantener una conversación con un muchacho francés, sin saber una palabra de esta lengua, y nosotros a carcajada limpia.
Pero qué curiosa la vida, que la mujer educada y escasa en gestos cariñosos se convirtió en la mejor y más rápida tiradora de besos en los carrillos.
La abuelita perdía fuerzas y con ello las ganas de comer y beber. Las noches en la residencia iban por tandas: al principio con mi padre, otros días con mi prima. Cuando me tocaba guardia no quería separarme de ella, ya que tenía la sensación de que si notaba mi mano la abuela dormía más tranquila. De vez en cuando le mojaba los labios con una gasa empapada en agua... un gesto siempre agradecido con un quejido acabado en suspiro. En esos momentos me venía a la mente una frase: "si lo hacéis por cualquiera de estos, mis hermanos...".
Todavía tengo el recuerdo de su olor talcado y el tacto de sus finas manos; en mi mente memorizo sus besos acelerados y su risa revolucionada.
Y llegó el final, el de su agonía. Dejar de respirar fue dejar de sufrir, y todos descargamos lágrimas de alivio y tristeza... qué se fuera rápido y en paz, era lo único que pedíamos. Y así se marchó, como una gran señora, sin hacer apenas ruido.
Qué cosas tiene la vida, que puedas ayudar a las personas en el fin de sus días. No podíamos alargar nada, pero creo que mi abuela a día de hoy nos da las gracias por borrar de sus últimos momentos la palabra soledad.
Y aquí estoy ahora, un año después, cumpliendo una misión completamente distinta. Hace un año ayudaba en el fin, este año acompaño a dos pequeñas gemelas en lo que es el comienzo de sus apasionantes vidas. El ciclo de la vida nunca para... y qué cosas tiene, que donde hay un final siempre podremos encontrar un nuevo principio.
PD: para mi abuela, su hijo, el mejor de los padres, y toda la familia Zarco Montoya. Por que la distancia no es barrera para querer y recordar.
Estoy acostumbrada a acompañar mis paseos con música para hacerlos más amenos, y aunque hoy también llevo casco y grabadora, no he tenido necesidad de usarlos.
Día precioso en Dublín: un poco de viento, frío y sol. Me pongo una vez más la mochila al hombro, me cargo de provisiones y me pongo a andar dirección a la playa. A una madrileña como yo siempre le extrañará tener una playa a tiro de piedra, ya que la mayor acumulación de agua más cercana en Madrid es nuestro querido y escaso Manzanares.
El paseo está lleno de actividad: personas caminando, runners, perros runners, ciclistas, niños runners que acaban en el suelo... un camino relajante en el que la naturaleza una vez más me atrapa y cautiva. El agua aún no cubre la playa, por lo que la gente aprovecha para andar por la arena. No puedo evitar observarles, y es que muchas veces las personas que me encuentro me aportan algo solo con su presencia, paralela a la mía: una pareja bromeando mientras se besan, un matrimonio mayor paseando de la mano con garrota y muleta, un perro desobediente asfixiado por perseguir a una gaviota juguetona, un padre con gorrilla y abrigo irish cogiendo en brazos a su hijo, con la misma vestimenta que su padre, tres mujeres rondando los setenta u ochenta charlando animadamente con un termo de café, un hombre pescando...
Ahora estoy sentada en un banco, recién almorzada, escuchando las pequeñas olas que chocan en el puerto de Dublín. El sol me da el calor y la luz que necesito para escribir todo lo que aquí estoy contando. Hace nada ha pasado un labrador color negro a saludarme, su dueño me ha saludado también. El viento a veces es un tanto violento, aunque me permite que las páginas de mi cuaderno no echen a volar. La gente sigue caminando hacia el faro y yo sigo apreciando el paisaje. Me he vuelto a sentar en una piedra a buscar mi paz interior, he vuelto a dar gracias y a pedir perdón...
Ha sido otro paseo más, pero con gente y circunstancias distintas. Yo quería aislarme del mundo y de la gente. Razón por la que muchas veces me pongo la música a todo volumen... pero qué casualidad que el propio mundo que me rodeaba en ese preciso instante se había convertido, sin yo pretenderlo, en mi mejor banda sonora.
Esta pequeña
aventura comenzó con una cancelación… un evento al que pretendía acudir que
finalmente no tuvo lugar, me hizo desandar lo andado para volver cabizbaja a
casa. Algo llamó mi atención antes de salir de aquel recinto: un farolillo de
colores alumbraba la entrada a un establo: una especie de cueva con paja en el
suelo y figuras de mármol con forma de mula y de buey. La curiosidad me venció una vez más y me
asomé… fue tal la sorpresa que no pude evitar quedarme una hora sentada entre
la paja, pensando en todo lo vivido y lo que me gustaría vivir. Pensando en la
gente que abrazaría y besaría, la cantidad de risas acumuladas en mi estómago,
entremezcladas con comida de marca España. En definitiva: pensando en unas
vacaciones muy especiales.
Despegué los
pies del suelo antes de tiempo. Mi compañera-amiga-hermana de aventuras y yo
nos metimos sigilosamente en un avión rumbo a Madrid, del que nadie era
consciente. Mientras todos preparaban nuestra llegada nosotras ya andábamos por
suelo madrileño.
En el
aeropuerto cada una se fue por su lado a cumplir una misión: la de ser la mejor
sorpresa navideña. Con la maleta hinchada de regalos e ilusión llegué a Nuevos
Ministerios. Llamé a una puerta preguntando por Don Luis Miguel y
me adentré como un animalillo en las oficinas de donde trabajaba mi padre.
Intenté abrir la puerta de su despacho y me la encontré cerrada. Y ese fue el
primer impacto. - Ya aparecerá…- pensé para mis adentros.
Casualidades
de la vida que me acabo encontrando con su jefe, y entre los dos planeamos una posible entrada
triunfal. Y así fue: al abrir la puerta y con las gafas de cerca, mi padre
intuyó que era su hija más por mi voz que por la vista, algo que no impidió
fundirnos en un enorme abrazo paterno-filial.
Y así es como mi memoria añadió un nuevo recuerdo imborrable a mi disco
duro.
Charlas con
mi padre, botellines de Mahou, risas y más risas, croquetas, tortilla, mi
hermano y amigo Álvaro con nosotros… un regalo de los grandes. El Luismi y yo
nos volvimos a casa en mi añorado Cercanías y planificamos la segunda parte de
la sorpresa. Esta vez, me convertiría en un póster tamaño real que casualmente
mi padre olvidaría en el pasillo del ascensor. Una vez dentro, mi padre
advirtió de que se lo había dejado fuera por si algún alma caritativa
podía recogerlo: una personita loca y adorable abrió la puerta y se encontró
que en lugar de un póster, estaba su hermana esperándola. Creo que ha sido la
vez que más me ha gustado que me dijeran entre sollozos: “Eres una P…”. Después
de esto, vino mi madre: esa mujer que me dio la vida de la que aún estoy
dudando si gritó por que la asusté o porque la sorprendí. Luego me dio un
abrazo de los suyos y comprobé que la sorpresa fue mayúscula. Y ese fue el
segundo impacto, para que luego digan que las segundas partes no son buenas.
Una comida en
familia, unas risas a la española, un perro adorable al que abrazar, una
hermana a la que acompañar al médico, un novio de hermana que grite desde el
coche a pleno pulmón: “¡mi cuñada ha vuelto de Irlanda, fiesta en mi casa a las
9!” Un dolor de tripa inesperado y un agotamiento que me hizo acabar bajo la
manta, en mi sofá, hablando con mi abuela.
Ya con mi pijama de pelo, me senté de nuevo a la mesa para compartir de
nuevo otra comida “made in Spain”. Y así
disfruté de uno de los días más especiales del año. Qué bonito es volver a
casa.
Una nochebuena
casera, con la familia más cercana y genuina. Una celebración nocturna cargada
de emoción, alegría y de muchos reencuentros agradables. Una comida de Navidad
con el párroco más alto y cómico de la Diócesis de Getafe y un día de los de
mantita, pelis de Disney en Cuatro y juegos reunidos nocturnos. Puede parecer
un día de Navidad aburrido, pero en ese momento no imaginaba otro día mejor.
Aunque
parezca perezosa, el tiempo no te permite parar, y cuando quieres ver a tus
amigos siempre falta espacio en el día para verlos a todos. Pero sabes quién
está deseando abrazarte y exprimir cada momento contigo. Muchos recuerdos en mi
mente han dejado huella: una casa rural en manga corta en pleno diciembre,
caminatas entre toros y vacas, conversaciones entre vodkas y rones, risas y más
risas… días de desconexión para conectar con tu familia escogida, aunque eché
de menos caras más que conocidas.
Y seguimos
con la lista de recuerdos: cena con pizza, trivial y revancha, paseos en moto,
en concreto dos: ambos fueron agradables, uno más sorprendente que el otro. ¿El
punto en común? Que de sendos moteros me sentía orgullosa de ser su paquete.
El año 2016
tocaba a su fin, y qué mejor manera que celebrarlo en casita, una vez más con mi
pijama de pelo y con las tradicionales 12 uvas y Anne Igartiburu en la pantalla,
preparada para despedir el 2016. Empecé
el 2017 con mi pie derecho y con la boca llena de zumo de uva, sin embargo, lo
mejor fue poder abrazar a mi familia una vez más, y compartir con ellos una
vida nueva a consecuencia de un nuevo año.
Esta vez la
ceremonia de “engalanamiento” para la nochevieja era distinta a las demás,
porque la noche sería compartida en mismo espacio y tiempo por las hermanas
Zarco, un acontecimiento del que no podía estar más contenta. Risas, saltos,
tacones altos, fotos distorsionadas, miradas familiares y bailes inusuales con
gente de toda la vida… en definitiva, momentos que te recuerdan cuánto de viva
estás.
1 de enero,
que pronto será 2 de febrero y 3 de marzo… el tiempo corre pero seguimos
bailando, esta vez en zapatillas de estar por casa. Día de pijama, de concierto
de año nuevo con Gustavo Dudamel y comida pesada en cuerpos ligeros y
dispuestos a disfrutar del sofá y la resaca, aderezada con vasos de leche.
Y nos preparamos
para la llegada de la magia. Los camellos listos y las barbas arregladas que
este año vino para mí el mejor de todos los Reyes Magos que he conocido: un Rey
Gaspar muy familiar y entrañable nos obsequió con su presencia por segundo año
consecutivo en la Catedral de Getafe. Una mezcla de respeto, admiración y
cariño se cocía a fuego lento entre los pequeños y no tan pequeños. La cena de
pre-reyes cumplimos con la tradición y cenamos chocolate con roscón, con risas
por saber quién descubriría la sorpresa. Sabía que no tendría mucho espacio en
la maleta, pero el osito rosa de porcelana entró perfectamente en uno de mis
bolsillos…
Son muchos
los detalles que mantengo en la memoria: la gran sorpresa, los insultos
cariñosos, los momentos de oración, de coger manos en momentos inesperados, de dar
abrazos con huella, de reír hasta las lágrimas, de llorar hasta las carcajadas,
de bailar alocada o de dormir plácidamente haciendo de nuevo de “manita
mágica”, de dedicatorias tales como: para mi mejor regalo de reyes, de besos
inesperados, de miradas de orgullo y cariño.
Y de nuevo
vuelvo a mi cancelación: sentada entre paja observando la escena de un niño en
un pesebre con su madre, padre, pastores, ovejas y reyes… la imagen es familiar, en ocasiones incluso se
podría decir la palabra “comercial”. En ese momento no sabía cómo iban a ser
mis vacaciones, ni qué sorpresas o decepciones me llevaría, pero tuve la
necesidad de dar gracias anticipadamente. De la forma más humilde posible
reflexionaba en voz alta, con flashbacks y flashforwards constantes en mi
cabeza, en lo que está siendo mi vida y en lo que será. Llegué a la conclusión
de que era y soy una persona afortunada, no tenía miedo a lo desconocido, no me
sentía abandonada a mi suerte… y es que en ese sencillo momento, sola sentada
entre paja, me sentía más acompañada que nunca.